martes, 12 de abril de 2011

Desobediencia Civil

Hoy por hoy en Chile, en nombre de la ’seguridad ciudadana’ o del ‘orden público’, se coartan derechos ciudadanos como el caminar libremente por algunas calles o expresarse en determinados espacios públicos. Ante tal ofensiva es adecuado revisar el viejo tópico de la desobediencia civil. ¿Cuándo tienen derecho los ciudadanos a oponerse a la ley? Tal decisión y el modo dependen de cada cual, siempre que no afecten a terceros. Una breve reseña nos entregará algunos elementos a sopesar, y el caso de algunos compatriotas desobedientes nos indicará que tan legítimas son algunas leyes en Chile.


Jacobo Fijman dijo que no. Para el poeta,los psiquiatras que le daban el alta, luego de 30 años recluido en un manicomio de Buenos Aires, no tenían altura moral para ofrecérsela. Dijo no al veredicto y tiempo después moriría allí. “Dicen que estoy loco. Es posible. Yo, por mi parte, no puedo entender para qué sirve un contador público”, había escrito alguna vez. Gesto sutil, cotidiano e infinito, que quizá revela lo cotidiano que puede ser a veces la desobediencia civil.

Thomas Jefferson, uno de los primeros presidentes de Estados Unidos, había señalado ya a principios del siglo XIX que,”las leyes se refieren a las lesiones provenientes de otros, no de nosotros mismos”, refiriéndose a las primeras intentonas de regular de manera legal el consumo de bebidas o drogas por parte de grupos puritanos. Hoy no alcanzan los dedos de las manos para contar las leyes que no sólo coartan nuestras libertades, sino que se meten de lleno en el territorio del cuerpo. La ley de drogas, el derecho aún reconocido a los psiquiatras de atiborrar de fármacos a alguien que manifiesta una conducta distinta, la prohibición de abortar o cédulas que convierten la identidad en una cárcel, son leyes o disposiciones sociales en las que extrañamente la víctima es a la vez victimario.

Henry Thoreau (1817-1862), fue quien llevó al papel la desobediencia civil. Escribió un ensayo así titulado, luego de ser apresado por negarse a pagar impuestos en 1846. Thoreau se oponía a la guerra contra México, emprendida por Estados Unidos, y a mantener la esclavitud. A partir de la sentencia, “El mejor gobierno es el que no gobierna en absoluto, y cuando los hombres estén preparados para él, éste será el tipo de gobierno que todos tendrán”, se explaya en el derecho de todo individuo a vivir como obre su conciencia.
A juicio de Thoreau, el gobierno no debe tener más poder que el que los ciudadanos estén dispuestos a concederle. Para muchos fue el primer ecologista (vivía del autocultivo en el bosque de Walden), e influyó en Tolstói y Mahatma Gandhi.

Otro norteamericano, el psiquiatra Thomas Szasz, acusa que en la sociedad contemporánea hemos ido ganando derechos electorales inútiles, a cambio de derechos personales decisivos. Hemos perdido nuestro derecho a las drogas, a no pagar impuestos y a la automedicación. Es más, para Szasz es hora de acusar a la psiquiatría por crimen contra la humanidad, al llamar a quienes tienen conductas divergentes, enfermos mentales. Acusa que las enfermedades hoy tienen una categoría política y que tal noción siempre tiene un correlato físico, jamás demostrado cuando se habla de enfermedades mentales. Para Szasz la pérdida del propio cuerpo ocurre con el Estado Terapéutico, que no es otra cosa que un Estado Totalitario.
Szasz compara las leyes que existieron en la URSS contra salir del país, delito llamado ‘deserción’, con el tener opio en Estados Unidos, “Si un gobierno cree que sus ciudadanos no tienen el derecho de abandonar su país, esto generará una política que, a su vez, creará el ‘problema de la deserción’. Igualmente, si un gobierno cree que sus ciudadanos no tienen derecho a usar ‘drogas peligrosas’, generará unas políticas que, a su vez, crearán el problema del ‘abuso de drogas’. De este modo, muchos de los problemas nacionales y sociales existen, no por lo que la gente hace, sino por la forma en que los gobiernos definen lo que hacen”.

No se hace la ley para quien arriesga su vida ante el poder, comentaba Michael Foucault en 1979 sobre la revolución iraní. Para el filósofo francés, el poder, más que ser un mal “por su naturaleza es infinito. Las reglas nunca son lo suficientemente rigurosas como para limitarlo; y los principios universales nunca son lo suficientemente estrictos para desasirlo de todas las ocasiones en las que se ampara”. Por ello no dejaba de asombrarse ante las sublevaciones que, según Foucault, pertenecen a la historia, “pero en cierto modo se le escapan. El movimiento mediante el cual un solo hombre, un grupo, una minoría o un pueblo entero dice ‘no obedezco más’, y arroja a la cara de un poder que estima injusto el riesgo de su vida -tal movimiento me parece irreductible- Y por ello ningún poder es capaz de tornarlo absolutamente imposible… el hombre que se alza carece finalmente de explicación; hace falta un desgarramiento que interrumpa el hilo de la historia, y sus largas cadenas de razones, para que un hombre pueda realmente preferir el riesgo de la muerte a la certeza de tener que obedecer”.

Mauricio Becerra
Artículo publicado en septiembre del 2008 en El Ciudadano

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